西语阅读:《一千零一夜》连载二十七(8)

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Al escuchar aquellas palabras, ex­clamé: “¡Por Alah, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás podré confor­marme con ella!”

Mientras hablábamos en estos tér­minos, entraron los parientes y ami­gos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual, se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de re­vestirla con los trajes más hermosos y adornarla, con las más precio­sas joyas. Luego se formó el acom­pañamiento; el marido iba a la ca­beza detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro.

Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron en seguida. Bajaron por allá el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndo­le de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual, taparon el brocal del pozo con las piedras gran­des que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: “¡La cosa es aún peor que todas cuantas he visto!” Y no bien regresé al pala­cio, corrí en busca del rey y le di­je: “¡Oh señor mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan barbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por tanto, desearía saber, ¡oh rey del tiempo! si el extranjero ha de cumplir tam­bien esta ley al morir su esposa,” El rey contestó: “¡Sin duda que se le enterrará con ella!”

Cuando hube oído aquellas pala­bras, sentí que en el hígado me es­tallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa du­rante mi ausencia y que se me obli­gase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: ¡Tran­quilízate, Sindbad! -¡Seguramente mo­rirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!” Tal consuelo de nada había de ser­virine, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó ca­ma algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

Entonces mi dolor no tuvo lími­tes porque si realmente resultaba deplorable el hecho, de ser devo­rado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo. Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd, en que yacía muerta mi esposa, cu­bierta con sus joyas y adornada con todos sus atavios.

Cuando estuvirnos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndo­se. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensa­ran de aquella prueba, y exclamé llo­rando: “¡Soy extranjero y no pare­ce justo que me someta a vuestra ley. ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos que necesitan de mí!”

Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin es­cucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo me dijeron: “¡Desátate para que nos llevemos las cuerdas!” Pero no quise desligar­me y continué con ellas, por si se de­cidían a subirme de nuevo. Enton­ces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino sin escuchar mis gritos, que movían a piedad.

A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel lugar subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espa­ciosa, y se dilataba hasta una distan­cia que mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: “¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insacia­ble! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devora­ron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufrugios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!” Y al punto co­mencé a golpearme con fuerza en la cabeza en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí, aunque con prudencia, en previsión de los si­guientes días.


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    本站小编 Free壹佰分学习网 2022-09-19