Y alzando la frente al cielo; exclamó: “¡Alah! ¡Tú sabes que yo no echo la red mas que cuatro veces por día, y ya van tres!” Después invocó nuevamente el nombre de Alah y lanzó la red, aguardando que tocase el fondo. Esta vez, a pesar de todos sus esfuerzos, tampoco conseguía sacarla, pues a cada tirón se enganchaba más en las rocas del fondo. Entonces dijo: “¡No hay fuerza ni poder mas que en Alah!” Se desnudó, metiéndose en el agua y maniobrando alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó a tierra. Al abrirla encontró un enorme jarrón de cobre dorado, lleno e intacto. La boca estaba cerrada con un plomo que ostentaba el sello de nuestro Señor Soleimán, hijo de Daud. El pescador se puso muy alegre al verlo, y se dijo: “He aquí un objeto que venderé en el zoco de los caldereros, porque bien vale sus diez dinares de oro.” Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para sí: “Tengo que abrirlo sin remedio; meteré en el saco lo que contenga y luego lo venderé en el zoco de los caldereros.” Sacó el cuchillo y empezó a maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo inclinarlo para verter el contenido en el suelo. Pero nada salió del vaso, aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se extendió por la superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que hubo salido todo el humo, comenzó a condensarse en torbellinos, y al fin se convirtió en un efrit cuya frente llegaba a las nubes, mientras sus pies se hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos semejaban rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca, una caverna; sus dientes, piedras; su nariz, una alcarraza; sus ojos, dos antorchas, y su cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver a este efrit, el pescador quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca seca, y los ojos se le cegaron a la luz.
Cuando vio al pescador, el efrit dijo: “¡No hay más Dios que Alah, y Soleimán es el profeta de Alah!” Y dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de este modo: “¡Oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me mates; te obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos.” Entonces exclamó el pescador: “¡Oh gigante audaz y rebelde, tú te atreves a decir que Soleimán es el profeta de Alah! Soleimán murió hace mil ochocientos años; y nosotros estamos al fin de los tiempos. Pero ¿qué historia vienes a contarme? ¿Cuál es el motivo de que estuvieras en este jarrón?”
Entonces el efrit dijo: “No hay más Dios que Alah. Pero permite, ¡oh pescador! que te anuncie una buena noticia.” Y el pescador repuso: “¿Qué noticia es esa?” Y contestó el efrit: “Tu muerte. Vas a morir ahora mismo, y de la manera más terrible.” Y replicó el pescador: “¡Oh jefe de los efrits! ¡mereces por esa noticia- que el cielo te retire su ayuda! ¡Pueda él alejarte de nosotros! Pero ¿por qué deseas mi muerte? ¿qué hice para merecerla? Te he sacado de esa vasija, te he salvado de una larga permanencia en el mar, y te he traído a la tierra.” Entonces el efrit dijo: “Piensa y elige la especie de muerte que prefieras; morirás del modo que gustes.” Y el pescador dijo: “¿Cuál es mi crimen para merecer tal castigo?” Y respondió el efrit: “Oye mi historia, pescador.” Y el pescador dijo: “Habla y abrevia tu relato, porque de impaciente que se halla mi alma se me está saliendo por el pie.” Y dijo el efrit:
“Sabe que yo soy un efrit rebelde. Me rebelé contra Soleimán, hijo de Daud. Mi nombre es Sakhr ElGenni. Y Soleimán envió hacia mí a su visir Assef, hijo de Barkhia, que me cogió a pesar de mi resistencia, y me llevó a manos de Soleimán. Y mi nariz en aquel momento se puso bien humilde. Al verme, Soleimán hizo su conjuro a Alah y me mandó que abrazase su religión y me sometiese a su obediencia. Pero yo me negué. Entonces mandó traer ese jarrón, me aprisionó en él y lo selló con plomo, imprimiendo el nombre del Altísimo. Después ordenó a los efrits fieles que me llevaran en hombros y me arrojasen en medio del mar. Permanecí cien años en el fondo del agua, y decía de todo corazón: “Enriqueceré eternamente al que logre libertarme.” Pero pasaron los cien años y nadie me libertó. Durante los otros cien años me decía: “Descubriré y daré los tesoros de la tierra a quien me, liberte.” Pero nadie me libró. Y pasaren. cuatrocientos años, y me dije: “Concederé tres cosas a quien me liberte.” Y nadie me libró tampoco. Entonces, terriblemente encolerizado, dije con toda el alma: “Ahora mataré a quien me libre, pero le dejaré antes elegir, concediéndole la clase de muerte que prefiera.” Entonces tú, ¡oh pescador! viniste a librarme, y por eso te permito que escojas la clase de muerte.”
El pescador, al oír estas palabras del efrit; dijo: “¡Por Alah que la oportunidad es prodigiosa! ¡Y había de ser yo quien te libertase! ¡Indúltame, efrit, que Alah te recompensará! En cambio, si me matas, buscará quien te haga perecer.” Entonces el efrit le dijo: “¡Pero si yo quiero matarte es precisamente porque me has libertado!” Y el pescador le contestó: “¡Oh jeique de los efrits, así es como devuelves el mal por el bien! ¡A fe que no miente el proverbio!” Y recitó estos versos:
¿Quieres probar la amargura de las cosas? ¡Sé bueno y servicial!