El duendecillo estaba enojado con la señora porque -bien lo sabía él- no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición, no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo.
-Me llama una entelequia -dijo el duendecillo-, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega, simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez. Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marid «¡Atiende a tu puchero!». ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida!
Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surterurre-rup! La olla hierve que te hierve.
-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre -continuó el duendecillo-. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de una vez las medias del padre!
El gato estornudó; se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel.
-He abierto la puerta de la despensa -dijo el duendecillo-. Hay allí nata cocida, espesa como gachas. Si no la quieres, me la como yo.
-Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos -dijo el gato mejor será que la saboree yo.
-Primero la dulce nata, luego los amargos palos -contestó el duendecillo-. Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro.
Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas.
Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.
-Di «¡miau!» si viene la mujer -interrumpióle el gato- Oigo mal hoy, estoy enfermo.
-Te regalaste demasiado -replicó el duendecillo-. Vete al plato y saca el vientre de penas. Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré.
Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.
-Señor Kisserup -dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marid mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado «Confidencias de una dueña honesta». ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua!