Cuando estuvimos a bordo, el capitán se acercó a mí y me dijo: “¿Quién eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de rapiña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes?” Conteste: ¡Oh señor mio, soy un pobre mercader extranjero en estas comarcas! Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo sólo entre mis compañeros pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navío viose a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a esa orilla, y Alah ha querido que no muera yo de hambre y de sed.” Y esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espantosa costumbre de que estuve a punto de ser víctima.
Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente para que me tuviese consideración durante el viaje. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro desinterés sin querer aceptar mi obsequio, y me dijo con acento benévolo: “No acostumbro a hacerme pagar las buenas acciones. No eres el primero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándolos a su país, ¡por Alah! y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que como carecían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alah! hubimos de proporcionarles lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alah!”
Al escuchar tales palabras, di gracias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tanto que él ordenaba desplegar las velas y ponía en marcha al navio. Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en isla y de mar en mar, mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosamente tendido, pensando en mis extrañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimentado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar algunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto.
Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.
Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encontré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo entonces guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conocimientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversiones y a todos los placeres en compañía de personas agradables.
¡Pero cuanto os conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en comparación de lo que me reservo para contároslo mañana, si Alah quiere!”
¡Así hablo aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al cargador invitándole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se hallaban presentes Y todo el mundo maravillóse de aquello.
En cuanto a Sindbad el Cargador...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.